Escrito para la materia Introducción al Lenguaje Audiovisual, cursada en el Instituto Universitario Nacional de Arte (IUNA)
En la mayoría de las películas de Jean Renoir, especialmente en La regla del juego, cada toma muestra simultáneamente las peripecias de diversos personajes. A veces, estos personajes se cruzan y, en otros casos, corren en direcciones opuestas y persiguen objetivos distintos. Como sea, por unos instantes, comparten el mismo espacio, y el espectador elige a quién observar. Renoir filma en profundidad de campo y extiende el metraje de cada toma, para que la coincidencia de los personajes en el encuadre, tanto los más cercanos a la pantalla como los más lejanos, se extienda en el tiempo y pueda apreciarse claramente. Según el crítico André Bazin, estas elecciones formales preservan la ambigüedad de lo real. Al reunir dos o más cuerpos en la pantalla, la imagen se torna más dinámica y permite que múltiples elementos interactúen entre sí: no sólo cuerpos humanos o animales sino también el paisaje, el amueblado o empapelado de una casa, la lluvia, el atardecer, etcétera. Como argumenta Bazin, mientras un montaje violento subraya el sentido único de cada escena, la estética de Renoir permite que cada espectador encuentre sus propios puntos de interés. Se trata, entonces, de un espectador más participativo. Sin embargo, Bazin insiste en la cuestión del respeto de lo real, aunque un estilo como el de Renoir también puede intentarse en un film animado. Podríamos sugerir, en cambio, que en las tomas y encuadres de Renoir, más que lo real, lo que puede verse es pluralidad, variedad de opciones, la presencia de muchos caminos por recorrer.
Por esta razón, Renoir sigue siendo moderno. Hoy en día, todas las pantallas incluyen cientos de caminos posibles: computadoras, celulares, tabletas y videojuegos como Tomb Raider, en los que una cámara virtual persigue al protagonista en interminables planos-secuencia. Existe un vínculo secreto entre los videojuegos y el actual cine de arte y ensayo, que parece haber continuado el proyecto de Renoir. Ambos ubican al personaje en su entorno y no fragmentan el espacio a través del montaje. La psicología del protagonista no es tan importante como su relación con la naturaleza o el mundo doméstico. Lisandro Alonso en la Argentina, Apichatpong Weerasethakul en Tailandia, Hsiao-hsien Hou en Taiwán, Béla Tarr en Hungría y Lav Diaz en Filipinas son sólo algunos exponentes. La principal diferencia entre ellos y Renoir, es que el francés es más clásico en términos narrativos (por eso Diaz, cuyos guiones remiten a las grandes novelas decimonónicas, es el que más se le parece). La regla del juego, justamente, recicla una trama teatral y convencional, un ajedrez aristocrático de amores y desengaños, y la utiliza como soporte para algo más ambicioso. Los actores de Renoir son como bailarines que saltan y se desplazan por una mansión, y utilizan todas sus extremidades para expresarse. Renoir filma desde lejos, con planos generales o medios. Lo mismo sucede en los musicales, como los de Fred Astaire, que pretenden mostrar la coreografía sin trucos cinematográficos.
Por otro lado, los conflictos de los personajes, en La regla del juego, no son anunciados en primeros planos. Cada gesto amenaza con perderse entre otros que comparten la pantalla, y por lo tanto cada detalle que descubre el espectador es un milagro, un verdadero hallazgo. Es “su” detalle. Algunos teóricos del cine, para explicar este fenómeno, apelan al “punctum” de Roland Barthes. El concepto fue pensado exclusivamente para la fotografía, pero puede aplicarse sin problemas al cine. Un “punctum” es lo que lastima, lo que llega al espíritu. Es el pequeño detalle que, más allá del sentido social y culturalmente establecido de la imagen, de su tema u ocasión representado, provoca un efecto inmenso en el espectador. (Barthes objeta que, en el cine, la imagen es demasiado cambiante para que alguien encuentre un “punctum”, pero el cine contemplativo contemporáneo, en el que algunas larguísimas tomas podrían pasar por imágenes congeladas, parece haber resuelto el problema.) Abundan los ejemplos en La regla del juego. Octave, interpretado por el mismo Renoir, vestido de oso durante una fiesta nocturna, intenta quitarse el disfraz, pero el suelo de la mansión está tan resbaladizo que no puede evitar caerse. En otra escena, un personaje secundario, antes de irse a dormir, emerge de su dormitorio y arroja una almohada al fondo del pasillo. Durante una pequeña y ridícula representación teatral, sobre un escenario improvisado en el château, aparecen actores vestidos de esqueletos sobre un fondo negro, en un momento onírico que evoca al cine mudo. Poco tienen que ver estos instantes con la trama, pero son imposibles de olvidar. Otras escenas están más relacionadas con la historia, pero la mano sutil de Renoir les concede una potencia insospechada. Octave, sobre unos escalones, enfrenta a una orquesta invisible. Mientras tanto, le explica a una vieja amiga que siempre se había imaginado como conductor musical. De repente, detiene su pantomima, porque recuerda que ya nunca podrá realizar su sueño, y el hecho le parece insoportable. En otra escena, la más célebre de la película, el dueño del château, que colecciona juguetes mecánicos, revela ante sus invitados una nueva adquisición: un costoso reloj que, cada hora, pone en movimiento media docena de muñecos. Sobre su rostro, se dibujan incontables sensaciones: orgullo, timidez, miedo, entusiasmo. Por unos segundos, vuelve a ser un niño.